EL ATLAS DE NATACHA

Leo: voy y vengo.
Vuelvo a leer y leo.
Mientras escucho a Natacha (Natacha Atlas, Viernes 5 de mayo, Sala Heineken), noto que mi cabeza viaja hacia atrás y hacia adelante, impertinente, como un viajero incómodo abandonado a su suerte en territorio comanche. Hacía tiempo que no escuchaba música en directo, a estas horas de la noche, y recurro a viejos hábitos que creía ya olvidados intentando que la velada me resulte lo menos incómoda posible. Así, en cuanto puedo, busco la barra (rectangular o cuadrada, no estoy seguro), en el centro de la sala, con el fin de encontrar apoyo, y encuentro acomodo en ella junto a la mesa de mezclas. A mi lado, un tipo gordito, británico, aferrado obstinadamente a una cerveza, que dispara comentarios en inglés al responsable de la mesa mientras unos y otros, a mi alrededor, me cosen amablemente a empujones. Ya digo: como en los viejos tiempos. Irene, mientras tanto, mira hacia la puerta de salida; busca la puerta de salida con la mirada exagerada, amenazante, en un gesto antiguo de apuro claustrofóbico que muestra, implacable, los restos de una dolencia.
Música en directo, comentaba; pero no, no es cierto. Sólo parece cierto que estamos en directo, pero apenas por unos instantes. Cuando del techo nos rocían con ese humo blanquecino, transparente, que utilizan para recordarnos la existencia del infierno, también podría suceder que no hubiésemos salido de un sueño. En cuanto a la música, ¡qué quieren que les diga!: nada más lejos de la realidad. No dudo que Natacha y los suyos hagan música (enlatada disfruto bastante con ella), pero lo que allí, en esa sala, llega hasta nosotros, suena más bien a bala perdida que golpeara contra las paredes de un vehículo blindado. A Natacha la veo apenas, sí, pero la escucho con gran dificultad. No es que cante bajito; es que el volumen, indiscriminado, mata cualquier posibilidad de matices y, como estoy a punto de quedarme sordo, a las primeras de cambio pierdo la concentración y el encantamiento. El encargado de la mesa, entretanto, intenta corregir el desaguisado. Natacha, por su parte, hace gestos hacia arriba y hacia abajo, pero el ruido de la furia tardará unos minutos en asentarse, más tarde, y ya para entonces yo estaré, ocupado, al otro lado.
Al segundo tema, decididamente, estoy viajando. En contra de mi voluntad me pregunto: ¿qué diablos hago donde estoy ahora? Y no me refiero al concierto, nada de eso; estoy pensando más bien en otra cosa. Y vuelvo a preguntarme: ¿qué he hecho durante todo este tiempo (toda una vida) para acabar allí, tan lejos? Entonces, obligado por las circunstancias, decido montarme una película, un buen texto; es decir, me escribo a mí mismo una autobiografía. Y saco fuera de contexto una última lectura, una lectura cercana, imaginando que así, exactamente así, bien pudieron ser las cosas.
En El sueño de África, Javier Reverte narra el episodio del encuentro entre Richard Burton y los misioneros alemanes Rebmann y Krapf, expertos en la exploración de las regiones cercanas a los lagos, en el intento de Burton de convencer a éstos para que le acompañen, a él y a John H. Speke, en su búsqueda incansable de las fuentes del Nilo. Al parecer –cuenta Reverte- Burton y Rebmann no congeniaron: Rebmann veía en Burton a un hombre ambicioso y poco interesado en las tareas evangelizadoras. Y Burton, por su parte, escribe sobre el misionero: "Es un hombre honesto y consciente, tiene todas las cualidades que garantizan el fracaso".
Sí, me digo, honesto y consciente: todas las cualidades que garantizan el fracaso. Aunque el de Burton, su fracaso, dejaría abierta una puerta a la esperanza; la biografía inventada, fuera de contexto, explicaría cómo son aproximadamente las cosas.
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